Ilustrado por Atxe.
Relato publicado en el fanzine Todo Eso. Aparenta Ediciones.
El hombre abre los ojos a las seis de la mañana. Y se levanta. Se levanta a las seis porque es mejor hacer algo, cualquier cosa, que no sea seguir boca arriba, en la cama, durante toda la noche. El techo y sus sombras. Ella a su lado. Pero ella duerme, y por eso a las seis él camina de puntillas, en la habitación, y en el pasillo. La intención es preparar el desayuno para ella. Café y tostadas a las seis y media, y beso de despedida a las siete. Y cuando ella cierra la puerta, él recoge las migas, él lava los platos, él seca las tazas, un reparto de tareas práctico porque ella, se dice él cuando se apoya en el fregadero, al menos, ella tiene trabajo.
Los niños, a las siete y media. Los niños a esa hora se quejan, se agarran a las sábanas, se niegan. Se niegan a cualquier cosa y sobre todo a levantarse. Pero ella tiene trabajo, y él tiene que arreglárselas para bañar, dar el desayuno y conseguir vestir a dos críos, un niño y una niña, que aún no se han acostumbrado a que sea su padre quien les regañe todas las mañanas. Amenaza con cancelar la visita al zoológico, el cine del sábado, la merienda en la hamburguesería, abolir cualquier recompensa, si se niegan a estirar los brazos para que él les cuelgue las mochilas. Y aún tiene que surgir un enfado más cuando caminan por el pasillo dirección a la puerta, cuando uno de los niños apaga la lámpara, cuando una oscuridad irrumpe en la entrada. Y él alarga el brazo, y da manotazos hasta encontrar el interruptor que devuelve la luz. Los niños se ríen, se ríen de la cara de su padre, de la expresión de sus ojos, de la dureza que tensa sus labios. Se ríen, porque no saben lo que siente su padre. No saben que se parece al miedo, que se llama ansiedad, que muchos mayores la sufren, que puede ocurrirle a cualquiera. Que hablarlo con alguien puede hacerle bien.
Aunque los primeros meses les acompañaba a la parada, acabar con el gasto del transporte escolar supuso un buen ahorro. Ahora los lleva él, con paciencia, obligado a pisar el freno a cada momento, un coche más entre todos los coches. Avanzando entre unos cuantos que aún tienen trabajo. En el colegio también hay coches, hay padres, hay madres, niños que corren hacia las aulas. Hay padres, otros padres cada vez más numerosos, que aparcan su coche delante de la entrada, o que cruzan la calle caminando y con la mano de su hijo cogida entre su mano. Él puede adivinar cuáles de ellos están en el paro. No llegan tarde. No tienen prisa. Alargan la despedida prolongando los abrazos. En cambio él los despide dentro del coche, dos besos a cada uno, y de resto, se mantiene al margen. Al margen de otros padres, hombres y mujeres liberados del horario laboral de un día para otro. Que ahora pasan más tiempo con sus hijos. Maridos y mujeres, que ahora tienen todas las horas del día para rellenar los huecos que abre esta nueva vida. En el trayecto, siempre lo hacen, los niños se han apretado contra el cristal y han dejado las huellas en la ventanilla. Las primeras veces se enfadaba, pero es inevitable, una condición. Así que a estas alturas ya lleva el limpiacristales. Y la solución, de repetirla, se ha convertido en una costumbre: media hora, últimamente una, una hora. Coger el desvío que lleva a la gasolinera. El ritual de acercarse a la tienda, comprar el periódico, un café para llevar, y conducir el coche hasta el extremo más alejado del aparcamiento, porque por la mañana, es la parte que está vacía.
El hueco en el que debería seguir estando la radio es un nudo de cables de colores, y él echa de menos la compañía, el bálsamo de la música. Al menos, se dice, todavía conservamos el coche. El periódico, doblado sobre sus rodillas, muestra la mitad de la portada. En ella puede ver un grupo de piernas, vestidas con pantalón de traje y zapatos negros, relucientes. Y no le cuesta imaginar el resto, le resulta fácil completar la imagen con esa barba, esas cejas, ese bigote, ese trío y sus secuaces, ministros, consejeros, asesores, alta gama banquera. Los jefes de todos ellos. Los pisos superiores de la pirámide.
En un movimiento automático, su mano rasga la hoja y la estruja hasta convertirla en una bola de papel. Titulares, columnas, gráficos, noticias. ¿Noticias? De un color o de otro, pero prensa, se dice. Propaganda o mentira. Sólo prensa. La maniobra de pasar al asiento trasero es incómoda y siempre se golpea el muslo. Cuando consigue acomodarse puede ver su reflejo, apunta con el pulverizador hacia la ventana y no le cuesta imaginar una pistola. El cañón escupe cinco veces y las gotas se rompen contra el cristal. Dejan un rastro de jabón, que cae, que borra las huellas de los niños, y humedecen el papel cuando se afana en restregar la actualidad, arrastrarla, de un lado a otro, hasta dejarla hecha una auténtica mierda. Perfecta para limpiar los cristales.
Son las diez de la mañana, en ese parking, en la esquina más alejada de ese parking, hay un coche aparcado, y en su interior un hombre con un vaso de cartón. El café sigue templado, y a sorbos él sigue con su vista los coches que pasan. De izquierda a derecha, los persigue, hasta que la matrícula es tan pequeña que los números se vuelven tan pequeños antes de desaparecer, que le recuerdan a las miniaturas con las que jugaba cuando era niño. Cuando pasaba las horas en el suelo de su habitación, provocando accidentes, colisiones que hacían volar aquellos coches para perderse debajo de la cama. Cuando se imaginaba que allá afuera los mayores eran más prudentes que él. Cuando imaginaba otra vida, una vida distinta. Una vida diferente en la que todo esfuerzo, de verdad, valiera la pena. Tanto tiempo estudiando, carrera, máster, doctorado, tres idiomas, las prácticas no remuneradas… y el único trabajo disponible, por temporadas, en un almacén en el que todo aquello en lo que había invertido tanto tiempo y dinero, se esfumaba, como se habían esfumado las oportunidades. Y tantos años, al final, ese esfuerzo. ¿Para qué? Deudas, efecto dominó, la empresa se arruina y cierra la fábrica. Después de tanto esfuerzo. Una casa, ahora, ese esfuerzo. Dos hijos, ahora, todo el esfuerzo. Ahora. Ahora, dentro del coche, en el vaso de cartón, al final, restos de café y los pozos. Los granos de azúcar, ya marrones, forman una diminuta isla.
El último sorbo. Ha pasado una hora. El volante está frío. El motor se ahoga con una tos ronca, y a él le cuesta dos intentos ponerlo en marcha. Y cuando al fin arranca y mete segunda, la gasolinera, el parking, las hojas rotas del periódico, todo eso queda atrás. Durante unos minutos, se dice, ella tiene trabajo. Sus ojos registran el paisaje de una ciudad que ha quedado a medio construir. Hay edificios de hormigón, esqueletos, estructuras, geométricas que no llegaron a tener paredes. Ella tiene trabajo, le viene a la cabeza, y se dice. Ella tiene trabajo, al menos hasta que él llegue a casa. Hasta que cierre la puerta, y se encuentre de pie en la entrada, parado en el pasillo, iluminado con la luz de una lámpara que está justo ahí para que él la deje encendida.
Ella tiene trabajo, es lo que él se dice, que al menos ella tiene trabajo hasta que él atraviese el pasillo, y camine con fuerza, y el sonido de sus pasos ahuyente los ruidos que colecciona una casa vacía: el zumbido de la nevera, la madera de la estantería, la tos del vecino. Ese silencio, que hace demasiados meses que conoce. Pero hasta entonces, aún en el coche, con las dos manos en el volante, él solo piensa en que ella tiene trabajo. Y se jura repetirlo, repetirlo tantas veces como sea necesario. Se promete repetirlo, como ahora, con la mirada atenta a lo que tiene delante, atento a lo que le viene de frente. Al menos, se dice, ella tiene trabajo.
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